Encuentro fortuito.
Un hermoso día de verano, viajando en automóvil por la ruta
74 rumbo a General Madariaga, una enorme nube negra empezó a tapar el sol, en
tanto seguían apareciendo cada vez más y más nubes, hasta que la oscuridad se
hizo casi total, obligándome a encender los faros para poder continuar la
marcha; mientras fuertes ráfagas de viento, truenos y relámpagos me producían
un estado de ánimo que alteraba mi tranquilidad. Empezaron a caer algunas gotas de agua,
gruesas y espaciadas al principio, hasta que se largó una lluvia tan intensa
que el limpiaparabrisas no daba a vasto y ya casi no alcanzaba a distinguir la
trompa de mi auto. Como era muy
peligroso y arriesgado continuar en esas condiciones, opté por bajar a la
banquina y esperar hasta que amainara un tanto el viento y la lluvia; mientras
que los truenos y relámpagos se sucedían cada vez con más frecuencia.
Dejé las luces de posición y las balizas encendidas y me puse
a pensar sobre las fuerzas incontrolables de la naturaleza. En esas cavilaciones estaba cuando una
fortísima explosión, como un chasquido de intensidad inusitada, atronó el
lugar, al mismo tiempo que una luz enceguecedora iluminó todo el contorno;
el auto y mi cuerpo sufrieron un intenso
sacudimiento. Fue tan grande el susto y
el miedo que sentí que se me obnubiló la vista; era evidente que el rayo había
caído muy cerca de donde yo estaba estacionado.
Quedé atolondrado y casi sin visión por unos segundos. Aún no había terminado de reaccionar, cuando
me pareció ver sentada a mi lado una figura fantasmagórica que me miraba
fijamente a través de dos orificios vacíos, en el lugar donde los humanos
llevamos los ojos. Después de un
instante de profunda perturbación, y casi sin dudar de quién se trataba,
simulando estar tranquilo, le dije:
-Dime, muerte ¿Quién te manda?
-Nadie, respondió, yo soy una consecuencia directa de la
vida.
-Entonces, ¿vienes a buscarme? ¿Es mi turno?...
-No, eso lo determina tu cuerpo; cuando él diga basta, no
puedo seguir funcionando más, yo estaré pronta a cumplir mi misión; por eso me
hallo siempre a tu lado, desde el momento que eres concebido me acoplo a ti y
te acompaño en todos los actos de tu vida, aún cuando duermes, en lo breve o en
lo largo de tu existencia…
-Y si es así como dices, ¿Por qué nunca antes te había visto?
-Lo que pasa es que ustedes, los mortales, están siempre
ocupados y ansiosos, miran poco a su alrededor y mucho menos hacia sí mismos;
por eso ahora, con un estado de ánimo especial como el que acabas de
experimentar y creyendo que se te iba la vida, has podido verme.
-Entonces, ¿Cuándo me llevarás?
-Ya te he dicho que eso no lo decido yo, es tu cuerpo quien lo determina: cuando se produzca en ti un grave desequilibrio interno por el cual el organismo no pueda seguir funcionando, entonces s´-i, me apodero de ti y procedo a destruirte, lenta y progresivamente hasta dejar tu cuerpo convertido en polvo y huesos.
-¿Y qué pasa conmigo después de que haces tu parte?
-Eso no es cosa mía, no me corresponde discernir sobre tu
futuro; por lo tanto, ignoro todo lo que ocurre a posterior…
-Pero, ¿Podrías decirme, por lo menos, si existe Dios, si hay
otra vida?
-Lamentablemente, yo lo ignoro, no me está dado saberlo; yo
cumplo mi cometido, nada más.
-Entonces me podrías orientar para saber adónde recurrir para
encontrar una explicación a tantos interrogantes? ¿A la ciencia, a la religión, a ambas o a
ninguna?
-Mira, vida, tú haces preguntas cuyas respuestas también me
gustaría conocer, entonces sabría por qué se me ha asignado la obligación de realizar
esta tarea tan nefasta y deprimente y hasta cuándo debo seguir haciéndola…
-¿Sabes, muerte? Me está resultando interesante hablar
contigo. Dime, ya que hemos entablado
esta relación, mientras yo viva. ¿No
podríamos ser amigos?
-No tiene ningún sentido; es cierto que te acompaño toda la
vida, pero cuando ésta se termina me instalo en vos para destruirte, eso es lo
que hago. No creas que me gusta… es mi
trabajo. No puedo mantener una amistad
en condiciones tan disímiles, somos incompatibles.
-Dime. Muerte, ¿tú nunca morirás?
-No, mientras haya vida y en la medida que ella continúes, yo
seguiré existiendo en cumplimiento de esta permanente evolución.
-Entonces, muerte, ¿somos dependientes?
-Así es, aunque tú tienes una
extraordinaria ventaja con respecto a mí, te diré que hasta eres privilegiado.
-Me dejas atónito. ¿Acaso te estás riendo de mí? ¿Cómo puedes decir eso si yo tengo que
sucumbir a tus designios? ¡Claro! No me has entendido, es tan escaso tu
razonamiento que todavía no te das cuenta que la vida es la gran
favorecida.
Te lo explicaré un poco
mejor: tú cumples una etapa, en algún momento terminas, tienes un final y
descansarás: en cambio yo, debo seguir
cumpliendo mi tarea, día y noche, las veinticuatro horas, sin tener un minuto
de reposo y sin saber si alguna vez voy a quedar liberada de esta labor tan
agobiante y cansadora que vengo haciendo durante miles y miles de años, por los
siglos de los siglos sin darme siquiera un respiro.
Tú no te imaginas lo tedioso y desgastante
que es hacer siempre lo mismo. Te
confieso que no puedo más, con mucho gusto te cambiaría los roles, esta rutina
me abruma. Por eso te envidio y envidio
todo lo que sea vida, pues yo no tengo ni límites ni final. Ahora que me has entendido mejor: ¿Por qué
me tienen tanto miedo? ¿No te parece que
mi destino es mucho más triste y lamentable que el de ustedes?...
Dicho lo cual, la figura
desapareció. Empezaba a amenguar el
viento y la lluvia, los relámpagos cesaron, despejaron las nubes, el sol ileso
brilló en su esplendor; todo volvió a la normalidad. Puse el coche en marcha, con alguna
dificultad salí de la banquina barrosa y una vez en lo firme, apreté el
acelerador, quería llegar cuanto antes…
Unos cuantos minutos llevaba de marcha y todavía bajo los efectos de
un diálogo tan extraño, murmuré, casi en
voz alta: -Gracias, muerte, por esta lección que me has dado! Los humanos siempre nos quejamos de todos,
somos unos eternos disconformes, pero después de esta sincera y fructífera
charla y pese a todos nuestros temores in interrogantes sobre el más allá, es
evidente que los mortales somos mucho más felices que tú.
Ya se veían las primeras
estribaciones de la ciudad de Madariaga; un profundo suspiro se escapó de mi
pecho. Estaba llegando a destino.